Me pregunto cuántos de los que
dicen querer dedicarse al trabajo del toro bravo en el campo son conscientes de
la dificultad y la responsabilidad que se esconden tras la belleza de este
animal tan especial.
Ni qué decir tiene el profundo
placer que produce poder dedicar la vida de uno mismo a su crianza, a su
mantenimiento, a su protección; es uno de los trabajos más gratificantes y
singulares que he tenido la suerte de poder conocer con detalle. Sin embargo,
también es muy sacrificado. No existe horario ni calendario, no hay excusas ni
se pueden permitir despistes, porque un error puede acabar repercutiendo en la
vida de uno o en la del propio compañero, ya sea éste una persona o una
montura. Como todo en la vida, nada de esto importa si la espina se clava en el
corazón y extiende su veneno. Con el toro, si llega realmente al corazón, no
hay esperanza de recuperarse y como solemos decir los aficionados: “bendita
locura y bendito veneno”.
Tuve la inmensa suerte de nacer
en un entorno privilegiado tanto a nivel familiar como a nivel profesional, ya
que mi padre era (y es) mayoral en una ganadería de lidia. No ha habido un solo
día en el que no haya conseguido transmitirme un elevadísimo nivel de
responsabilidad y dedicación por este oficio, no recuerdo ninguna ocasión en la
que nos hayamos marchado de la finca habiendo quedado algo importante por
hacer. No fueron pocos los días en los que saliendo por el camino principal de
camino al pueblo hubo que volver porque un toro se había escapado, le habían
pegado y se requería atención veterinaria o llegaba una visita inesperada. Pese
a ello, nunca me he arrepentido ni me arrepentiré de haberme quedado junto a él
para ayudarle o simplemente aprender; el toro es lo más bonito que me ha pasado
y, sinceramente, ha dejado el listón muy alto. Tampoco fueron pocas las tardes
que pasábamos rodeados de papeles de la ganadería y, de hecho, fue la razón por
la que aprendí a leer. Siendo muy pequeña ansiaba poder ayudar a mi padre con
los papeles y no me dejaba porque no sabía leer, tal era mi rabia que aún
recuerdo sentarme junto a mi madre cuando escribía la lista de la compra e ir
deletreando cada palabra hasta que aprendí y no hubo más remedio que dejarme
ayudar.
La edad no era una gran aliada a
mi favor y sólo podía permitirme el lujo de disfrutar en la finca los fines de
semana o las tardes en las que no tenía que estudiar, ésa y no bajar el
rendimiento de mis notas eran dos normas inquebrantables. En su día, como cualquier
niño, no lo entendía y sin embargo hoy lo agradezco sobremanera. La temporada
taurina tampoco terminaba de ayudar y durante el verano se juntaban mis
vacaciones con las corridas de toros, por lo que no podía disfrutar de mi padre
todo lo que quisiera. A todo esto se unía mi “rebeldía” como antitaurina… sí,
aunque parezca mentira, hubo un tiempo en el que me creía antitaurina. Eso fue
siendo muy muy pequeña, no comprendía por qué debían marcharse los animales que
veía crecer a diario y no me gustaba que los matasen. La cabezonería me
acompañaba y no consentía escuchar explicaciones. Afortunadamente, los
tentaderos forman parte del campo y aunque no quisiera prestar demasiada
atención, podía disfrutar de las palabras del torero en la intimidad de la
plaza de tientas, ver cómo se sentía con las embestidas de las vacas, la
importancia que cobraba el animal porque esa faena estaba dedicada a él, no
había sangre que me nublara la visión y podía centrarme en el arte. Ahí, cuando
comencé a tener uso de razón, fue cuando expandí mi afición más allá del campo.
Eso sí, públicamente no lo admití hasta que fue evidente… Esta historia, aunque
parezca una tontería, es uno de mis máximos orgullos; aprendí a entender el
toreo y entré de lleno en él por pura afición, aunque hubiesen intentado
hacerme taurina al principio dejaron esa decisión en mis manos. La curiosidad
me llevó a meterme en ello y lo que descubrí fue lo que me enamoró para
siempre. Culpa de ello siempre la ha tenido el toreo del maestro “El Juli”.
Los años han ido pasando y con
ello ha ido aumentando mi pasión por este bonito mundo. Se han pasado momentos
muy duros, pero siempre han quedado eclipsados por ese porcentaje mucho mayor
de grandes momentos. Se convierte en una adicción sentir tanta libertad y
tranquilidad, incluso al requerir una dedicación permanente y hacerse cargo de
tan elevada responsabilidad. Pero aun con todo esto, no recuerdo haber
antepuesto absolutamente nada (aparte de los estudios) a los toros; ninguna
fiesta, ninguna salida, ningún viaje… nada ha estado nunca por encima de ellos.
Y a pesar de esto, son los que me han dado la vida, me han hecho feliz y me
han hecho cometer locuras. He perdido una juventud “normal” en el mundo actual,
pero es algo de lo que me enorgullezco porque he vivido algo al alcance de muy
pocos y he sabido aprovecharlo. En lugar de irme de fiesta cada fin de semana
(aunque salir con amigos y pasarlo bien es algo que hay que hacer), mi aventura
era y es ir y volver en un mismo día a cualquier plaza en la que torease mi
torero favorito o lidiase una ganadería que me interesase.
Uno de mis fines de semana
perfectos fue en septiembre de 2009; me monté con mi padre en el coche y
salimos el viernes a mediodía. Desembarcamos una corrida en Aranda de Duero
(Burgos) y seguimos hacia Dax (Francia). Pasamos allí la noche, por la mañana
asistimos a una novillada sin picadores de Antonio Bañuelos, fui testigo de un
bonito sorteo en el que el protagonista era el toro y disfruté de una tarde de
gran toreo. Componían el cartel Enrique Ponce, Julián López “El Juli” y Sebastián
Castella. Nunca olvidaré el ‘faenón’ que hizo el maestro Juli a un toro 76 de
nombre Víbora, una de las faenas más bonitas a las que he podido asistir en
directo. Con una divisa preciosa de recuerdo, volvimos esa misma noche hasta
Aranda de Duero y allí nos quedamos hasta el día siguiente para poder disfrutar
de otra gran tarde de toros. Un mano a mano entre “El Juli” y Morenito de
Aranda que acabó con la salida por la puerta grande para ambos toreros tras
realizar faenas de arte puro y muchísimo sabor. Cuando esa noche llegué a mi
casa tenía la sensación de haber estado fuera varios días, pero no podía
siquiera expresar la felicidad y emoción que sentía. Esto es lo que me aportaba
el toreo: el viajar, el aprender… el vivir lo que más me gusta.
Hoy en día sigo al lado de mi
padre absorbiendo como una esponja cada lección que me da y nunca abandonaré
esta preciosa afición que llevo dentro de mí.
No uso este blog tan a menudo
como quisiera para compartir mi visión acerca de este mundo, pero me apetecía que
se viera lo importante que es para algunas personas como yo que se respete esta
forma de vida tan compleja y a la vez tan bonita. Sentirse ganadero, mayoral,
vaquero o aficionado no es algo que varíe, es algo que forma parte de nosotros
mismos y tenemos que transmitirlo como lo que es: un gran orgullo. Se habla de
ecología y de protección animal pero no somos capaces de hacer ver que nadie
ama más un animal como lo amamos los que realmente vivimos por ellos. En el
campo se ven muchas barbaridades, pero en las ganaderías en las que se hacen
bien las cosas, en las que hay ganaderos de verdad, se puede ver el sueño de un
ecologista. No podemos dejarnos ganar la batalla porque jugamos con ventaja,
tenemos la verdadera definición de ecología acompañada del arte más bonito que
hay en la Tierra.
Señores, luchemos por lo que es
nuestro. El toro es mi vida y mi vida le entrego cada día.