miércoles, 18 de marzo de 2015

El embarque, el último adiós.

El embarque es una de esas faenas a las que todo el mundo quiere asistir y ser testigo de ese último instante en el que el toro parte de la finca para no volver. Para el que lo siente y lo vive es un momento mágico; posiblemente se trate de la despedida definitiva y con cada toro se va un poco de nosotros mismos. Deseamos que tenga suerte, que lo dé todo de sí mismo y que refleje aquello que se ha estado buscando en todos los años de selección.
Pero a pesar de la emotividad que pueda albergar, se trata de la última vez que se ponen a prueba las habilidades de los trabajadores y el ganadero en lo que al manejo se refiere (al menos, es la última vez en el campo). Un mal movimiento, un gesto brusco o una sombra despistada pueden hacer que el toro remate en una pared del chiquero o en una puerta y se estropee. Todo sucede en pocos segundos y se puede acabar sufriendo una pérdida irreparable: pitones partidos, animales descoordinados, lesiones graves, etc.


Sin embargo, aunque es difícil conseguir que el toro se tranquilice al ser separado de sus hermanos de camada y guiado a través de los chiqueros, hay formas de acostumbrarlo y acomodarlo para que el nivel de estrés sea el mínimo. A los toros les beneficia mucho en su carácter conducirlos por los corrales de vez en cuando, con mucha calma y sin ruidos ni movimientos que los asusten o los alteren. Poco a poco están tan acostumbrados que se mueven ellos solos y saben qué ruta seguir, sin necesidad de seguirlos o arrearlos. Puede parecer una pérdida de tiempo, pero cuando llega el momento de utilizar el cajón de curas o embarcar un toro, se agradece con creces haber hecho una gran labor previa. El toro entra caminando sin ponerse nervioso y se aprovecha su querencia para conseguir llevarlo donde queremos.
Hace poco pude ver cómo en un lugar en el que los animales no estaban acostumbrados al manejo sosegado sufrían mucho estrés al conducirlos a los corrales o apartarlos en el campo. Se pegaban, se arrancaban al caballo al presentar firmeza ante ellos y daban varias vueltas al cercado antes de ir donde se quería. Tras llevarlos a los corrales dos o tres días a la semana durante un tiempo, apenas oponen resistencia y pasean por los chiqueros sin presentar ningún tipo de molestia. Algunos dirán que esto puede perjudicar a su comportamiento en la plaza, y quizá sea así, pues cuanto mejor es su manejo más limpia y clara son su embestida y su bravura. Y en absoluto presentan mansedumbre.


Al principio comentaba lo llamativa que puede resultar la labor del embarque para muchos aficionados y los propios profesionales del toreo. Pero si esto es cierto, también lo es el incremento de riesgo al que se exponen los toros cuando acuden muchas personas. Se estorban unos a otros en los pasillos, las voces adquieren tonos más altos y hay que jugar con muchas más sombras (a las que embisten los toros en las paredes) y nervios. La alteración global se transmite a los toros y es mucho más fácil que se vuelvan problemáticos; ésta es la razón por la que el ganadero procura en la medida de lo posible que el embarque sea una faena relativamente privada, presenciada únicamente por las personas imprescindibles (ganadero, mayoral y vaqueros, representante de la plaza y representantes de los toreros).
Ya empieza la temporada y ya llegan los días en los que hay que madrugar aún más, apartar los toros con las primeras luces del alba, mantener la calma en todo el proceso que se lleva a cabo en los corrales y transmitírselo a cada uno. Y si se puede, dedicarle esa última mirada y ese último pensamiento… Suerte, vamos a por todas, estoy orgullosa de ti.

martes, 3 de febrero de 2015

El toro, la razón de mi vida.

     Me pregunto cuántos de los que dicen querer dedicarse al trabajo del toro bravo en el campo son conscientes de la dificultad y la responsabilidad que se esconden tras la belleza de este animal tan especial.

     Ni qué decir tiene el profundo placer que produce poder dedicar la vida de uno mismo a su crianza, a su mantenimiento, a su protección; es uno de los trabajos más gratificantes y singulares que he tenido la suerte de poder conocer con detalle. Sin embargo, también es muy sacrificado. No existe horario ni calendario, no hay excusas ni se pueden permitir despistes, porque un error puede acabar repercutiendo en la vida de uno o en la del propio compañero, ya sea éste una persona o una montura. Como todo en la vida, nada de esto importa si la espina se clava en el corazón y extiende su veneno. Con el toro, si llega realmente al corazón, no hay esperanza de recuperarse y como solemos decir los aficionados: “bendita locura y bendito veneno”.

     Tuve la inmensa suerte de nacer en un entorno privilegiado tanto a nivel familiar como a nivel profesional, ya que mi padre era (y es) mayoral en una ganadería de lidia. No ha habido un solo día en el que no haya conseguido transmitirme un elevadísimo nivel de responsabilidad y dedicación por este oficio, no recuerdo ninguna ocasión en la que nos hayamos marchado de la finca habiendo quedado algo importante por hacer. No fueron pocos los días en los que saliendo por el camino principal de camino al pueblo hubo que volver porque un toro se había escapado, le habían pegado y se requería atención veterinaria o llegaba una visita inesperada. Pese a ello, nunca me he arrepentido ni me arrepentiré de haberme quedado junto a él para ayudarle o simplemente aprender; el toro es lo más bonito que me ha pasado y, sinceramente, ha dejado el listón muy alto. Tampoco fueron pocas las tardes que pasábamos rodeados de papeles de la ganadería y, de hecho, fue la razón por la que aprendí a leer. Siendo muy pequeña ansiaba poder ayudar a mi padre con los papeles y no me dejaba porque no sabía leer, tal era mi rabia que aún recuerdo sentarme junto a mi madre cuando escribía la lista de la compra e ir deletreando cada palabra hasta que aprendí y no hubo más remedio que dejarme ayudar.

     La edad no era una gran aliada a mi favor y sólo podía permitirme el lujo de disfrutar en la finca los fines de semana o las tardes en las que no tenía que estudiar, ésa y no bajar el rendimiento de mis notas eran dos normas inquebrantables. En su día, como cualquier niño, no lo entendía y sin embargo hoy lo agradezco sobremanera. La temporada taurina tampoco terminaba de ayudar y durante el verano se juntaban mis vacaciones con las corridas de toros, por lo que no podía disfrutar de mi padre todo lo que quisiera. A todo esto se unía mi “rebeldía” como antitaurina… sí, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en el que me creía antitaurina. Eso fue siendo muy muy pequeña, no comprendía por qué debían marcharse los animales que veía crecer a diario y no me gustaba que los matasen. La cabezonería me acompañaba y no consentía escuchar explicaciones. Afortunadamente, los tentaderos forman parte del campo y aunque no quisiera prestar demasiada atención, podía disfrutar de las palabras del torero en la intimidad de la plaza de tientas, ver cómo se sentía con las embestidas de las vacas, la importancia que cobraba el animal porque esa faena estaba dedicada a él, no había sangre que me nublara la visión y podía centrarme en el arte. Ahí, cuando comencé a tener uso de razón, fue cuando expandí mi afición más allá del campo. Eso sí, públicamente no lo admití hasta que fue evidente… Esta historia, aunque parezca una tontería, es uno de mis máximos orgullos; aprendí a entender el toreo y entré de lleno en él por pura afición, aunque hubiesen intentado hacerme taurina al principio dejaron esa decisión en mis manos. La curiosidad me llevó a meterme en ello y lo que descubrí fue lo que me enamoró para siempre. Culpa de ello siempre la ha tenido el toreo del maestro “El Juli”.


     Los años han ido pasando y con ello ha ido aumentando mi pasión por este bonito mundo. Se han pasado momentos muy duros, pero siempre han quedado eclipsados por ese porcentaje mucho mayor de grandes momentos. Se convierte en una adicción sentir tanta libertad y tranquilidad, incluso al requerir una dedicación permanente y hacerse cargo de tan elevada responsabilidad. Pero aun con todo esto, no recuerdo haber antepuesto absolutamente nada (aparte de los estudios) a los toros; ninguna fiesta, ninguna salida, ningún viaje… nada ha estado nunca por encima de ellos. Y a pesar de esto, son los que me han dado la vida, me han hecho feliz y me han hecho cometer locuras. He perdido una juventud “normal” en el mundo actual, pero es algo de lo que me enorgullezco porque he vivido algo al alcance de muy pocos y he sabido aprovecharlo. En lugar de irme de fiesta cada fin de semana (aunque salir con amigos y pasarlo bien es algo que hay que hacer), mi aventura era y es ir y volver en un mismo día a cualquier plaza en la que torease mi torero favorito o lidiase una ganadería que me interesase.

     Uno de mis fines de semana perfectos fue en septiembre de 2009; me monté con mi padre en el coche y salimos el viernes a mediodía. Desembarcamos una corrida en Aranda de Duero (Burgos) y seguimos hacia Dax (Francia). Pasamos allí la noche, por la mañana asistimos a una novillada sin picadores de Antonio Bañuelos, fui testigo de un bonito sorteo en el que el protagonista era el toro y disfruté de una tarde de gran toreo. Componían el cartel Enrique Ponce, Julián López “El Juli” y Sebastián Castella. Nunca olvidaré el ‘faenón’ que hizo el maestro Juli a un toro 76 de nombre Víbora, una de las faenas más bonitas a las que he podido asistir en directo. Con una divisa preciosa de recuerdo, volvimos esa misma noche hasta Aranda de Duero y allí nos quedamos hasta el día siguiente para poder disfrutar de otra gran tarde de toros. Un mano a mano entre “El Juli” y Morenito de Aranda que acabó con la salida por la puerta grande para ambos toreros tras realizar faenas de arte puro y muchísimo sabor. Cuando esa noche llegué a mi casa tenía la sensación de haber estado fuera varios días, pero no podía siquiera expresar la felicidad y emoción que sentía. Esto es lo que me aportaba el toreo: el viajar, el aprender… el vivir lo que más me gusta.

     Hoy en día sigo al lado de mi padre absorbiendo como una esponja cada lección que me da y nunca abandonaré esta preciosa afición que llevo dentro de mí.

     No uso este blog tan a menudo como quisiera para compartir mi visión acerca de este mundo, pero me apetecía que se viera lo importante que es para algunas personas como yo que se respete esta forma de vida tan compleja y a la vez tan bonita. Sentirse ganadero, mayoral, vaquero o aficionado no es algo que varíe, es algo que forma parte de nosotros mismos y tenemos que transmitirlo como lo que es: un gran orgullo. Se habla de ecología y de protección animal pero no somos capaces de hacer ver que nadie ama más un animal como lo amamos los que realmente vivimos por ellos. En el campo se ven muchas barbaridades, pero en las ganaderías en las que se hacen bien las cosas, en las que hay ganaderos de verdad, se puede ver el sueño de un ecologista. No podemos dejarnos ganar la batalla porque jugamos con ventaja, tenemos la verdadera definición de ecología acompañada del arte más bonito que hay en la Tierra.

     Señores, luchemos por lo que es nuestro. El toro es mi vida y mi vida le entrego cada día.